viernes, febrero 03, 2006

Confesión, Acto Segundo, Segunda Parte

CARLOS. Su familia está implicada en su muerte. Posiblemente, más que yo mismo. (Ensimismado) Bueno no, digamos que iguales. El mismo grado de implicación, de sangre en nuestras manos.

ALBERTO. ¿Por qué dices que ellos están implicados?

CARLOS. Porque lo están. Durante años la han retenido como si fuese suya. (Alberto se levanta) ¿A dónde vas?

ALBERTO. (Sin mirar a Carlos) A llamar a Fermín para que te dé otro repaso.

CARLOS. Por favor, escúchame. (Suplicante) Necesito contar esto. Sé que no es lo que buscas, pero, por piedad, escúchame sin interrumpirme. Después me dará igual lo que ese sujeto me vuelva a hacer, pero déjame que suelte lo que llevo dentro y que no me deja dormir, que me hace vivir cada día como un día prestado, robado a alguien, ajeno a todo y a todos.

ALBERTO. Vale, vale, cállate (Se sienta). Está bien. Adelante. Te escucho.

CARLOS. Gracias. (Dubitativo) Ahora no sé bien cómo empezar. Bueno, empezaremos por lo obvio, por lo fácil: la maldad innata en el ser humano. Antes de conocer a Raquel y a su familia, yo pensaba que el mundo se dividía en buenos y malos. Qué gran error. El mundo no se divide: es inherentemente malvado, salvo por dolorosas excepciones como Raquel. Su familia la protegía como el tesoro incalculable que era, lo cual entendí perfectamente, ya que yo hice lo mismo: conocedor de mis limitaciones, como ser humano corriente y moliente que era y soy, decidí mantener su pureza a salvo de todos, incluido de mí mismo. Jamás me atreví a tocarla, a mancillarla, sabedor de que el contacto prolongado la enfermaría y se volvería como todos: mediocre, ruin, cruel. Raquel era distinta, una estrella fugaz entre perezosos soles idénticos, clónicos. Raquel amaba. Eso era todo. Amaba. Amaba de veras. Con un amor infinito, incondicional, abnegado. Se sacrificaba en el altar de su pureza por seres que no llegábamos siquiera a la altura de sus hermosos pies morenos. (Su mirada se pierde al rememorar) Ah, cómo recuerdo cuando andaba por casa descalza y dejaba pequeñas marcas blancas en el suelo. Oh, ¡cómo gozaba yo besando esas lindas marcas con forma de media luna que se desvanecían tan pronto! ¡Qué completa era mi dicha! (Vuelve a centrarse después de ver el rostro reprobatorio de Alberto) Perdona. Lo que quiero decir con todo esto es que comprendo que su familia decidiera conservarla para ellos, sólo para ellos. Lo comprendo. Pero no cómo lo hicieron. No la dejaban siquiera salir de casa. Raquel vivía en una prisión construida con miedo, el miedo de que ella un día se fuera y ellos quedaran sumidos en la oscuridad. Un miedo, en suma, egoísta, y que no tenía nada que ver con el amor. Ellos no la amaban, sino que eran drogadictos de su luz, de su fuego. Yo sí la amaba. La amaba tanto que no quería que se perdiera, que se extinguiera entre la masa simple y estúpida. Pero ellos no, ah, ellos no. Ellos la necesitaban. Raquel lo comprendió cuando me conoció. Por eso vino a mí. Vino a mí para ser libre. Para poder huir de su familia.


Cayetano Gea Martín

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