lunes, febrero 20, 2006

Confesión, Acto Tercero, Primera Parte

(El escenario sigue siendo el mismo, aunque aparece vacío en el momento de subir el telón. Fermín abre la puerta y entra Alberto con una carpeta bajo el brazo y un paquete de cigarrillos rubios que deposita con parsimonia sobre la mesa. Se sienta y examina distraídamente el contenido de la carpeta. Al cabo de un minuto, aproximadamente, entra Carlos arrastrado por Fermín y en un estado deplorable: el rostro completamente hinchado y cubierto de golpes, la ropa rota y manchada de sangre seca, el cuerpo tumefacto. Fermín lo deposita en la silla y Carlos se desploma sin sentido en ella. Fermín se ubica en su posición habitual, la puerta)

ALBERTO. ¡Muy buenos días! ¡Qué hermoso color de cara tienes esta mañana, amigo mío! Cuando entraste aquí por primera vez eras otro más, un ser anodino corriente y moliente. ¡Hay que ver lo que has progresado! Fermín ha sido siempre un artista, pero contigo estoy dispuesto a afirmar que ha creado su obra maestra.

CARLOS. (Permanece aparentemente sin sentido sobre la silla)

ALBERTO. ¿No dices nada? Bien, nada nuevo entonces, ¿no? Porque ayer tampoco decías nada. Ni antes de ayer. (Hace un gesto de fastidio con la mano) Nunca me has dicho nada, tío. Debo advertirte, como amigo tuyo que soy, que hoy es tu última oportunidad. Ayúdame. Dime lo que quiero oír. Déjate de payasadas acerca de su familia. Dime la verdad. Dime quién fue la persona que te ayudó.

CARLOS. (Recupera la conciencia pero permanece callado, desconcertado, incapaz de reconocer aún dónde se encuentra)

ALBERTO. Qué tímido estás hoy, ¿eh? Casi ni pareces un asesino. Verás, la putada está en que yo lo sé. Sé que alguien te ayudó. Tus huellas dactilares estaban marcadas en sus brazos. La asías con fuerza mientras otro, cuyas huellas sin identificar se grabaron en el arma homicida, la cortó el cuello.

CARLOS. (Abre los ojos con gran dolor, debido a los párpados hinchados por los coágulos de sangre que flotan debajo de ellos)

ALBERTO. Vamos, que lo sé. Sé que hubo otro. Dime quién es y tu tormento sólo será relativo. Y si piensas que ya has sufrido bastante es porque no sabes lo que te aguarda si no cantas, pajarito. (Silba) Venga, suéltalo. Sé que lo estás deseando.

CARLOS. (Intenta hablar con tremendo esfuerzo. Ha perdido varias piezas dentales y el interior de su boca es negro) Nunca…

ALBERTO. ¿Perdón?

CARLOS. Nunca traicionaré…

ALBERTO. ¿Por qué? No lo entiendo. Escucha. (En tono conciliador, adulador) Escúchame. Eres una buena persona. Lo leo en tus ojos. Solamente has tomado decisiones desafortunadas. Pero tú sólo eres un pobre diablo. Déjame ayudarte.

CARLOS. (Abre más los ojos y contempla con terror a Alberto) Tú… tú no quieres ayudarme… quieres destruirme… No te lo diré… No te lo diré jamás.

(Alberto le propina a Carlos un bofetón en el rostro, bofetón que, curiosamente, parece despertar del todo al acusado)

ALBERTO. Algo de razón llevas. Pero hay muchas maneras de destruir a alguien, créeme. La destrucción puede ser lenta o rápida, dolorosa o insoportable.

CARLOS. (Desafiante, en la medida de su estado) No tienes autoridad para ello. Esto es un interrogatorio completamente ilegal. Se acabó. Quiero ver a mi abogado.

ALBERTO. (Se ríe) ¿Después de dos noches bajo el auspicio de Fermín aún piensas que te vamos a dejar así como así? No vas a salir con vida de aquí. Claro que es ilegal. Ya lo sé. Mañana seré condenado por brutalidad policial. Mañana. Hoy aún eres mío. (Enciende un cigarrillo) Habla.


Cayetano Gea Martín

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que sepas que es un acto de sadismo dejar al pobre Carlos en ese estado hasta la próxima entrega... jeje

Seguiré leyendo