lunes, diciembre 31, 2007

Adolfo Bioy Casares - Diario de la guerra del cerdo


Alianza Editorial
250 páginas
Formato Bolsillo
7,50 €

Hacía mucho que no volvía al cálido abrazo que suponen las letras de Don Adolfo, ese enorme escritor que, a pesar de haber escrito el cuento perfecto (En memoria de Paulina) o la novela corta perfecta (La invención de Morel), siempre ha estado injustamente a la sombra de Borges.

Este libro en cuestión me ha sorprendido bastante. Como me pasa siempre con el bueno de Bioy, las primeras veinte páginas se me hicieron algo cuesta arriba. Después, vinieron las doscientas restantes en un solo día.

La premisa me ha apasionado: un grupo de amigos en torno a los sesenta años, que aún se siguen autodenominando “los muchachos”, siendo uno de ellos el protagonista, caen en una caza de brujas por parte de los jóvenes de Buenos Aires, los cuales, por motivos que no parecen responder a un móvil concreto, comienzan a cazar y matar ancianos, en lo que ellos mismos denominan “la guerra a los cerdos”.

Isidro Vidal, un hombre que se encuentra en la frontera entre la madurez y la vejez, y que vive en un incómodo apartamento del lumpen bonaerense, contempla asustado cómo sus amigos, algo mayores que él, van muriendo uno a uno. Y él, persona derrotada, divorciado, con un hijo que lo desprecia, se debate entre hacer algo o dejarse llevar por su carácter débil hacia la entropía.

En el horizonte, una relación imposible, de ésas que tanto gustan a los autores hispanoamericanos; sentimientos no resueltos de un hombre, Vidal, que sigue siendo un adolescente emocional, y que ahora, en el otoño de su vida, se valora menos que nunca.

Este libro es una impresionante alegoría sobre la soledad y la vejez, sobre cómo se siente una persona cuando deja de importar para el mundo, cuando te atienden mal en la panadería, cuando ya no puedes mirar a las mujeres sin que piensen en ti como un viejo verde. En resumen, la repulsión e incomprensión que siente la sociedad por las personas mayores.

Con este libro, Bioy sigue haciendo lo que mejor sabe hacer: deconstruir la sociedad, con su elaborada sociología de ficción. Bioy, mucho más cotidiano y mundano que Borges, ofrece en esta novela, como siempre, todo lo que una novela puede contener: amor, horror, belleza, ficción, laxitud, alegría y pena; en mundo parecido al nuestro, pero que se rige por principios diferentes, alterados.
¿Qué más se puede pedir?


Cayetano Gea Martín

viernes, diciembre 28, 2007

Frikismo musical


Hoy el comentario es muy breve, pero a la vez, aclaratorio. Hora de definirse, niñas y niños.
Gamma Ray, la banda con la cual conocí en mi adolescencia el mundo del metal para ya no apearme de él, ha sacado un nuevo disco, curiosamente, la continuación de aquel disco que a la gente de mi grupo nos abrió los ojos (¿verdad, Pedro?).

Podría decir que he evolucionado musicalmente desde entonces, que mi espectro es ahora infinitamente más amplio, pero eso, supongo, debería ser algo obvio para gente que, como nosotros, necesitamos constantemente la sorpresa, el cambio, lo que los anglosajones llaman “sense of wondering”.

Y eso fue exactamente lo que provocó en su día el disco de marras, hace ya la friolera de trece años.

Será por eso que dicen que no evolucionamos realmente. Porque, ¿qué puedo encontrar en este disco que no conozca ya de antemano? Nada nuevo. Metal puro y duro, sin concesiones. Eso sí, es casi tan bueno como su predecesor (¡sí, Pedro, sí!), y me ha hecho sentir con quince añitos de nuevo, revivir las emociones y los colores de antaño, cuando todo parecía nuevo y hecho para mí.
Y eso no está mal, ¿verdad?

Cayetano Gea Martín

Gamma Ray - Land of the Free II
Kai Hansen: vocals, guitars
Henjo Richter: guitars, keyboards
Dirk Schlächter: bass
Daniel Zimmermann: drums


Vídeo de Into the Storm

jueves, diciembre 27, 2007

Tierra Baldía


El refugio, día 2

Es curioso cómo el hombre se habitúa y se amolda a cualquier tipo de situación. Desconozco de otra criatura que sea capaz de hacer lo mismo y de vivir con este marcado carácter gregario que, quizá, sea la clave de nuestra capacidad de supervivencia.

En el refugio somos trece personas, siete mujeres y seis hombres. Originalmente éramos catorce, pero hace una semana murió Karl, el mayor de nosotros. Nunca hubo o no lo recordamos nadie más aquí. Crecimos solos, sin padres, como los niños perdidos de Nunca Jamás. Y en parte, este lugar es eso. Pero también teníamos un Peter Pan, y ése era Karl. Él nos enseñó las normas básicas de cualquier sociedad civilizada, la educación, la lectura, el estudio, el trabajo, el desarrollo sexual. Aprendimos que antaño hubo gente que poblaba el mundo exterior, gente que vivía ahí fuera, en el Desierto-Que-Antes-No-Lo-Era, en la tierra baldía.

Afortunadamente, para mí al menos, el refugio contiene toda la información necesaria que podamos desear, tanto visual como auditiva. Gracias a eso, pude leer y convertirme en una persona cultivada y de refinados gustos. Aprendí (y lo sigo haciendo) mucho sobre el pasado, aunque no hay nada sobre el Apocalipsis que mandó a la humanidad a la papelera.

Inciso: Es curioso, utilizo palabras tales como papelera, barco, naufragio, templo, verdor u oso polar sin haber visto nunca nada de eso, salvo en los vídeos de que disponemos.

Los otros, el resto de los niños perdidos, no comparten mi gusto por la cultura y el conocimiento, salvo, y no del todo, Esmeralda. Los demás prefieren hacer ejercicio o hablar entre ellos. En un universo con tanto tiempo libre, dejas de preocuparte por él. Las actitudes se vuelven erráticas y laxas, como la de los ancianos que eran encerrados por sus hijos en lugares aclimatados para que no molestasen, como si la edad fuera algo contagioso y no lo que realmente es: una semilla pútrida que anida en nuestro pecho, esperando brotar.

Ah, mi mente no es capaz de darle sentido y coherencia a lo que escribo, y así voy saltando sin orden ni concierto de un tema a otro según los voy recordando. Se me olvidaba decir que, en efecto, somos trece personas aquí y que, por desgracia, no seremos más, ya que la radiación, a pesar de encontrarnos aislados, hace mella en nuestros cuerpos. Como consecuencia, somos impotentes y estériles, además de envejecer mucho más rápido de lo normal. Sabemos que antes de la hecatombe las personas eran capaces de alcanzar edades que ahora se nos antojan de ciencia-ficción. Por lo que he podido ver, yo debo de tener el aspecto que tenían los hombres de unos sesenta años.

Tampoco, y quizá como consecuencia de no poseer apetito sexual, tenemos unos sentimientos muy fuertes hacia los demás. Esto lo pude comprobar tras la muerte de Karl. Nos entristeció, sin duda, pero no alteró nuestra rutina diaria. Yo mismo he de confesar que a duras penas soy capaz de sentir algún tipo de sentimiento por alguien de aquí, salvo indiferencia. No sé qué es el amor. Veo en alguna película antigua o leo en algún ajado volumen cómo quien más quien menos tiene a alguien de quien preocuparse, llegando hasta el extremo de dar su vida por amor. Claro que, a falta de una fuente fidedigna, puede ser que eso solamente ocurriera en la ficción. Quizá era como a las personas les gustaba verse reflejadas. ¿Puede ser que volcaran todos sus deseos en el arte? El ser humano es una criatura compleja e incompleta. Por mi parte, lo más cercano a amar a alguien que poseo es a Esmeralda. Es una persona curiosa y desconcertante, hecho que me encanta. El resto de los moradores del refugio poseen una especie de mente colmena. Ella brilla con luz propia.

El cansancio atenaza mi mente y mi atención divaga hacia las paredes tachonadas de fotografías y recortes de prensa de mi habitación. Creo que lo voy a dejar por hoy. Quizá mañana, en vez de escribir, podría revisar lo escrito e intentar dotarlo de algo más de estructura, no sé. Me voy a cenar y después a dormir el sueño de los justos, ya que eso es lo que somos, justos. Es como si el hombre hubiera sido por fin capaz de erradicar el pecado, aunque para ello tuviera que desaparecer el mismo de este plano de la existencia.


Cayetano Gea Martín

martes, diciembre 25, 2007

¡450!

Pues eso.
Que ya llevamos 450 entradas (bueno, con esta, 451) en este, vuestro blog... Han sido cuatro años increíbles donde nosotros dos (y algún que otro colaborador fortuito como Nacho o Javi) hemos podido dar rienda suelta a nuestros escritos y disparates, algo que nos ha resultado siempre muy placentero y gratificante...

Estamos preparando algo especial para cuando alcancemos la simbólica cifra de 500 entradas, algo que os implicará a los que nos leéis... Y no puedo revelar más, no, no me tiréis de la lengua...

Besos y abrazos y muchísimas gracias por estar ahí...

Pedro Garrido Vega
Cayetano Gea Martín

sábado, diciembre 22, 2007

Vacío.

Acude desde hace tres meses a aquella ventana. Es de noche y apenas hay una o dos personas caminando por la calle con paso rápido. La ventana está iluminada y tras ella se balancea la sombra, que se acerca y se aleja sin prestar cuidado a lo que ocurre fuera. Él la observa silencioso, sentado en un banco. La sombra baila, se contonea, quiere asomarse pero de nuevo se aleja. Cada una de esas aproximaciones a la ventana es una nueva esperanza, que inmediatamente se difumina, cuando la ve de nuevo alejarse. Es un sexto piso. La luz es muy blanca y la sombra muy oscura. Él espera a reunirse con ella en algún momento. No tiene valor para subir y prometer no sabe qué ni proponer no sé qué insólitas explicaciones. La ventana se abre y la sombra, menuda al principio, se hace más grande. Se acerca, se acerca, piensa él, mientras la sombra crece, crece, se acerca, se acerca y ¡plaf! Por fin juntos.

viernes, diciembre 21, 2007

Besugos


Claro que te entiendo, vamos a ver, es que parece que me estás llamando algo que yo no soy, joder, ¿vale?; que a mí a comprensivo, cariñoso, simpático, agradable, atractivo, interesante, bondadoso y modesto no me gana nadie, ¿estamos o no estamos, tronco?; es que a veces parece como que estoy hablando con una pared, hombre, y eso no puede ser o no debe ser, elige tú el verbo modal que más rabia te de, aunque no sé si se puede decir en español lo de verbo modal, que estoy ya tan contaminado con el puto inglés que se me olvida mi propio idioma, la hostia; como me dijo el otro día ese que viene por aquí y que, sí, ya sabes de quién te hablo, sí, el de los cafés y las frases tremendas, ese tío, sí, pues me dijo el colega que al inglés le pasa como a los Beatles, que está sobrevalorado, ja, ja; no me dirás que la frase no es buena, macho, no lo puedes negar, oye, que estás hablando conmigo, ¿vale?, no con esos otros que pululan por estas cuatro paredes de garito, de garito de guiris, ja, un guirito, vaya, si se me permite acuñar el término, y sí, tío, acabo de leerme lo que me dejaste, ya sabes, el libro ese sobre la educación y no puedo estar más de acuerdo contigo, aunque me joda y me cueste, que dar mi brazo a torcer no te voy a negar que me resulte fácil, ojo, pero lo intento todo lo que puedo, que uno procura no encabezonarse en demasía y mostrar cierta empatía, que el pluralismo es básico en este siglo nuestro de las luces, o por lo menos deberían serlo, como luces, pocas, tiene la rubia de la barra, ¿te has fijado?, vaya, si es que no puedo estarme quieto, ya lo sé, que debería ser capaz de controlarme, pero es que veo a una de ese tipo y, buf, son mi debilidad, como las tuyas son jugar al rol y masturbarte como un mono en celo, así que permíteme sin me quedo con las mías, amigo mío, que las tuyas me resultan patéticas y simplistas, aunque oye, que lo entiendo, ¿eh?, que el que nace feo pues no le queda otra que hacerse friki, claro, que se le va a hacer, jajaja, pero, vamos, que lo comprendo y que en todo caso lo que me despiertas es lástima, que también soy compasivo, que me lo dejé colgando de la lista anterior, cachis la mar.

Cayetano Gea Martín

martes, diciembre 18, 2007

Tierra baldía

El refugio, día 1

Desde mi retiro espiritual escribo estas líneas. Fútil es decir cuál, ya que a estas alturas, solamente debe quedar uno. El resto del orbe terrestre es una vasta extensión de tierras baldías, animales mutados y los espectros de los miles de millones de seres vivos muertos, cuyas improntas grabadas en la arena se manifiestan de vez en cuando. Se diría, si aún tuviera sentido del humor o ironía, que las almas también padecen el efecto invernadero y son, por ende, incapaces de trascender este plano de la existencia.

¿Quién podría recordar cómo comenzó todo? Difícil resulta saberlo. En un mundo sin que nadie registre nada, sin ningún medio posible de grabación, salvó, quizá, estas pocas hojas de papel que poseo y que, en un mundo sin árboles, arroz o piel de animal, resultan más valiosas que la vida de muchos hombres; la única transmisión viable de conocimientos es la oral, y, lamentablemente, quedamos tan pocos… Pero aún así acometo la tarea de dar cuenta escrita sobre todo lo que pueda o recuerde, ya sea para provecho de alguna improbable generación venidera o para hacer algo de provecho en mis veinticuatro horas diarias de tiempo libre.

Así pues, ¿cuándo ocurrió el cataclismo que exterminó a dos terceras partes de la raza humana de un coletazo y al tercio restante en los años siguientes casi al completo? Ah, no queda nadie en el planeta que sea capaz de responder esa pregunta. Aunque existen todavía, quizá, doscientos seres humanos, y yo haya podido ver, a lo largo de mi existencia aquí, un total de doce personas, no queda nadie lo suficientemente anciano para ello. Todos los que vivimos hoy nacimos varias décadas después del Apocalipsis.

Lo que sí sabemos, aunque escuetamente, es qué fue lo que pasó: las sucesivas detonaciones y el consiguiente invierno nuclear. Aunque a veces deseo no saberlo y haber nacido con la idea de que siempre fue así el mundo. La memoria de una tierra verde y de un aire no contaminado de radiación resuena por los pasillos de este retiro como ecos legendarios de tiempos pretéritos.

El refugio es un lugar agradable y bien protegido. Construido los dioses saben hace cuánto para proteger a los mandatarios de un conglomerado de naciones llamado Europa de un posible ataque nuclear. Algunos dicen que somos los descendientes de aquellos hombres y mujeres, y que los humanos que quedan vivos y con salud provienen de otros refugios similares a éste. Puede ser, quién sabe. Nunca he abandonado este lugar. Desconozco de la existencia de otros lugares parecidos, o de otras opciones de supervivencia posibles. El mundo es una roca seca sin sentido, como tantas otras en el cosmos. No somos más que parásitos a la deriva en un barco que ya hace tiempo naufragó.

Estoy cansado. Mi cerebro requiere de sueño y de alimento. Escribir es una ardua tarea a la cual no estoy acostumbrado. Pero sigo firmemente decidido a llevar un diario hasta que me llegue la muerte, la cual, calculo, ya no tardará demasiado en llegar. Ayer cumplí cuarenta y cinco años.


Cayetano Gea Martín

viernes, diciembre 14, 2007

?

Hoy no se me ocurre nada, así que cuelgo unas frases de un amigo llamado José Luis, azote de los necios y tertuliano de eterno café. Hala, buen finde:

Dios ha muerto, Nietzsche también, y yo no me encuentro muy bien.

A la lengua inglesa le pasa lo que a los Beatles: está sobrevalorada.

En estos tiempos todo es integral, hasta los idiotas.

José Luis Raposo Coedo

lunes, diciembre 10, 2007

Presentes

Incienso, panegírico de la transubstanciación, oblea del daño inminente, para el niño que perdió su visión de infante ante el trono de un dios cruel capaz de dejar a su hijo morir por darnos una lección.

Mirra, panacea de la inutilidad, placebo del engaño para el padre cornudo que, por no enfadar al jefe, tuvo que comulgar con ruedas de molino y tragarse la trola de que su mujer follara con una paloma.

Oro, soborno del alma, muerte del clítoris, para la madre virgen que espantará las moscas de su hijo muerto con sus dedos incapaces de amarse a sí mismos, condenada a condenar a las mujeres del mañana a una vida de servidumbre.


Cayetano Gea Martín

martes, diciembre 04, 2007

Herman Hesse - El lobo estepario


El lobo estepario
Hermann Hesse
Alianza Editorial
Formato Bolsillo
248 páginas
Precio: 7,50 €

Con miedo me he vuelto a asomar a este libro, con el miedo que da el habérmelo leído hace tres años y el no haber encontrado en él lo que la gente le ve. Afortunadamente, esta vez no ha sido así. Lo cierto es que el libro de marras me ha fascinado.

Harry Haller, un solitario hombre maduro, que vive rodeado de libros, intenta compaginar en su interior dos almas. La primera, la de ser humano, es altamente ética, moralista y refinada. La otra, la de lobo estepario, refleja su lado animal, su odio por la sociedad burguesa y sus valores decadentes. Harry es el prototipo del intelectual artístico, incapaz de entender el mundo que le rodea, atrapado en un mutismo voluntario y empecinado. No comprende cómo Goethe y Mozart han dado paso a la literatura pastiche y a la música Jazz. Aislado así de la sociedad, se compromete a poner fin a su vida cuando cumpla la simbólica cifra de cincuenta años.

El estilo del libro es del que más me ha gustado siempre: conciso y claro, diciendo mucho con palabras sencillas. El libro es un compendio de prácticamente todo, es uno de esos manuscritos a los que me gusta definir de totales: todo cabe en él, y además, bien, de eso que lees y te da envidia sana la facilidad con la que el autor da en el clavo sin aparente esfuerzo y sin tener que recurrir a un lenguaje recargado, con abuso adjetival (es decir, como el mío, por desgracia).

El libro comienza lento, desgranando el personaje con calma y desde varios puntos de vista, para acabar con la aparición femenina, símbolo de la redención (aunque no es un símbolo tan obvio como se pueda creer en un principio), y en un teatro de lo absurdo, donde el realismo mágico y la sociología de ficción se dan la mano.

Lo mejor del libro, técnica aparte, es, para mí, el haberme visto reflejado en muchos momentos del mismo. Por que ¿quién no se ha sentido alguna vez un marginado de su propio tiempo? A veces, solamente necesitamos que alguien nos abra los ojos y nos diga, ‘Oye, tú, que puedes tener un cerebro y unas ideas muy grandes sobre la vida y todo eso, pero también tienes que aprender a reírte, a pasarlo bien, a vivir con tantas musas en tu coco y a hacer algo productivo de ellas”. Y esa es la clave del libro, a mi entender: el humorismo (que no el humor), como una sabiduría superior para poder canalizar todo lo que llevamos dentro. Mozart no paraba de reírse, Harry no, y deberá reconocer que lo que sabe no es suficiente ni es lo más válido.

En resumen, no os lo recomiendo, si no que os insto a leerlo. ¿Nunca os habéis sentido incapaces de enfocar vuestras respectivas habilidades innatas porque ellas os han alejado de la sociedad? Aquí tenéis un manual del escapismo y la esperanza más pesimista que podréis encontrar. Psicología de la buena, no de panfleto de consulta a lo Bucay y otras sandeces de aprovechados que, parafraseando a Marga, no han sabido entender a los clásicos.

Saludos, lobos esteparios.


Cayetano Gea Martín

viernes, noviembre 30, 2007

El señor bajito y viejo


Hoy he dejado salir de su prisión de carne y hueso a ese señor bajito, a modo de duendecillo ibérico, que anida en mi pecho. Es un viejo insoportable, de muy mal carácter y pronto destructivo (¿o era destructor?). Le tiene asco y odio a todo lo que huela a juventud, a frescura. Es huraño, rencoroso y se parece a mí. O a una versión alternativa, como si me hubiera zambullido en un cómic y hubiera extraído desde el fondo de su cuatricomía al típico clon gemelo malvado del futuro de una dimensión paralela del superhéroe de turno. Salvo que él no es clavado a mí, si no, como ya he dicho, pequeño y viejo, como un Mini-Yo arrugado y feo.

El por qué de mi decisión de sacarle a la calle ha respondido a la necesidad de librarme de él por un tiempo, ya que no para siempre. En esto también se parece a los villanos de los tebeos, cuyas derrotas son temporales y al final acaban volviendo siempre. Tampoco es posible convivir con él, lo que sería lógico, y siento que si le dejo hacer o deshacer a su antojo, absorberá todo lo que tengo y lo que soy. O lo que puedo llegar a ser si él me lo permite.

Así que he bajado junto a él los escalones de mi hogar y he dejado que se explaye a gusto fuera de mí. Es como sacar al perro a cagar, aunque yo procuro que él no lo haga a la vista de nadie. Me he sentado con él en el frío césped de invierno, a templar su carne arrugada al ritmo de un sol que no existe. Y cuando el ha considerado que los hados son propicios, ha decidido comenzar a hablar. Su voz ha surgido ronca y quebrada, ridículamente aguda. La frase es siempre la misma, siempre certera y rotunda en su perfecta monotonía armónica: “¿Por qué me has abandonado?” Y como siempre, no he tenido respuesta.

Cayetano Gea Martín


Todos llevamos un viejo encima.
Joan Manuel Serrat


jueves, noviembre 29, 2007

8.El comercio.

No es cierto que el señor que viste un impoluto traje de Versace sea tan sólo consciente del deseo de muerte del tiempo, que no es deseo, como ya hemos dejado claro, aunque no deja de ser un acto homicida que el tiempo, con un simple frenazo en seco podría evitar. El gran Hom(br)icida arrastra a su alrededor a una bandada gigantesca de buitres que revolotean buscando cuerpos inertes con los que comerciar. Por eso cada vez que el hombre de los Martinelli de piel pasa junto a la funeraria que se encuentra de camino al trabajo (abierta las 24 horas del día, porque los vivos solemos tener la fea costumbre de no avisar cuándo nos vamos a convertir en muertos, salvo honrosas excepciones que deberían entrar en el paraíso por la puerta grande) se detiene unos instantes y una idea dicotómica se instala en su mente: ¿querrá realmente el dueño de la funeraria que yo muera? ¿o será tan sólo un deseo abstracto e indiferente? Y si estoy en lo cierto con esta segunda suposición, ¿qué es moralmente más reprobable, desear la muerte de un solo sujeto, desearle una muerte agónica, sincera y despiadada, o desear una muerte universal, absoluta, insensible y despersonalizada, dirigida a todos y a nadie en particular? Cada vez que se detiene junto a la funeraria echa un vistazo al interior y se repite la misma pregunta sin solución. Jamás se ha planteado la posibilidad de que el dueño de la funeraria no quiera que muera nadie, ¿cómo viviría entonces? Sin clientes no habría negocio, sin negocio no habría dinero, sin dinero no habría comida y sin comida no habría vida, por lo que otros finalmente se ocuparían de su cuerpo. Por suerte para el dueño de la funeraria la muerte es inevitable. Aunque todo depende de si el dueño de la funeraria se mira a sí mismo como dueño de la funeraria o como futuro cliente de la misma. Porque ¿será el dueño de la funeraria cliente de su propia empresa algún día o preferirá que se ocupen otros de él? El panadero habitualmente consume el pan que él mismo fabrica, del mismo modo que el carpintero suele diseñar las estanterías de su propia casa. Por tanto, ¿preparará el dueño de la funeraria su propia muerte? Ataúd de roble, dos coronas y lápida con epitafio conciso: Perdone señora que no me levante o Aquí yace XXX XXXXX quien a lo largo de su vida llegó, vio y fue siempre vencido tanto por los enemigos como por las naves enemigas o el inconmensurable Aquí yace XXX XXXXX, para él nada fue difícil, excepto el amor, ¡por eso amó tanto a las mujeres fáciles! ¿hará uso del cuarteto de cuerda?¿querrá que le envuelvan en bandera alguna?¿o tal vez le incinerarán? Una pequeña urna y vaciar las cenizas en las islas Mauricio donde se escapó con su mujer cuando aún un beso era un suceso conspicuo, un acto de atención activa y no el gesto banal y rutinario en el que se ha convertido. La mente del señor del traje Versace bulle de ideas y preguntas, muchas sin respuesta.
Cuando pasa junto a la funeraria mira hacia el interior. Hay un revuelo anormal. El hombre mira hacia el otro lado de la calle. Hay una ambulancia y un coche de policía. Mira de nuevo hacia el interior. El dueño de la funeraria yace sobre el suelo, inerte. Los servicios de urgencias salen despacio. No hay nada que hacer.
-Anda, que morirse en una funeraria.
-Al menos era su funeraria, la cosa queda en casa. Y los costes le van a salir gratis.
-Qué va. El hombre no quería un entierro organizado por su funeraria. Me ha dicho la mujer que él era donante de órganos y que lo que sobre, que lo estudie la ciencia.

miércoles, noviembre 28, 2007

Si alguna vez

Si alguna vez me diera por alzar las manos
Vería que las nubes no tiñen de blanco los tejados
Si no del color triste de la piel de los ancianos
Del polvo marrón que contiene manuscritos ajados

Si alguna vez codiciara otros caminos y azares
Encontraría muros, alambradas y fronteras
En vez de sendas abiertas y horizontes polares
Que se extinguen en el humo de negras quimeras

Si alguna vez, maldita sea, creyera en un Dios
En energía cósmica, o en la ciencia pagana
Si durante medio segundo, o un latido, o dos

Si alguna vez alcanzara el cielo o el Nirvana
O lo que cojones hallen los hombres sabios
Quizá sería feliz, y tan ignorante como el resto
Cayetano Gea Martín

viernes, noviembre 23, 2007

Un Babel de veinticinco

A petición de un buen amigo, me he animado a hacer esta especie de “Top 25” personal y literario. Lo cierto es que lo empecé muy rápido y al final tuve que estrujarme el coco ante una lista que, de haberme dejado llevar, hubiera llegado a cien volúmenes y pico. El orden no significa preferencia alguna, es a bote pronto, salvo el primero, por supuesto ;)

Espero comentarios al respecto, que conste…


Miguel de Cervantes – Don Quijote de la Mancha

Dino Buzzati – El desierto de los tártaros

Mario Vargas Llosa – La tía Julia y el escribidor

Fiódor Dostoyevski – Crimen y castigo

Francisco Quevedo – Antología poética

Susana Clarke - Jonathan Strange and Mr Norrell

William Blake – Songs of Experience

Herman Hesse – El lobo estepario

Federico García Lorca – Antología poética

Paul Auster – The book of illusions

Mario Benedetti – Pedro y el capitán

Stephen King – The Dark Tower

Jorge Luis Borges – Ficciones

Elias Lönnrot – Kalevala

Eduardo Mendoza – El misterio de la cripta embrujada

Oscar Wilde – Complete Works

Adolfo Bioy Casares – La invención de Morel

John Kennedy Toole – A Confederacy of Dunces

Homero – La Odisea

Johann Goethe – Fausto

Gastón Leroux – The Phantom of the Opera

Alessandro Baricco – Seda

Dan Simmons - Hyperion

Edgar Allan Poe – Tales

Julio Cortázar – Rayuela


Cayetano Gea Martín

miércoles, noviembre 21, 2007

Marraskuu (Noviembre)

Veo caer la lluvia,
La veo golpear las cabezas rellenas de paraguas.
No como la mía,
A salvo del frío y de la tempestad,
De este maremoto de metrópoli sin sirenas;
Si acaso alguna que otra musa perdida
En mi cerebro apagado, mortecino,
Laxo y pesado, como la maicena;
Como esa sustancia blanca,
Algo tirando hacia el amarillo,
Keltainen, que se dice en finés,
Esa lengua extraña que amo y odio.
Mientras noviembre se vuelve un pastiche
De tiempos pretéritos y galaxias remotas.
Y las persianas se niegan a subir,
Tímidas y recelosas de la humedad,
Como todos:
Como todos bajo este infierno feliz
De días iguales y lobos esteparios
Que perdieron las opciones,
Aquellas que brinda la rebelión burguesa,
Bajo la intensa lluvia que sabe a hielo,
Al hielo sucio y marrón
(Ruskea)
De las primeras gotas que arrastran
Las cagadas de los pájaros,
Las colillas aplastadas,
La muerte en un puñado de polvo,
Y nuestras vidas

Cayetano Gea Martín

martes, noviembre 20, 2007

7.El tiempo.

El hombre con traje de Versace y unos excelentes Martinelli de piel tan sólo es consciente de una amenaza para su vida que no es amenaza, pero es irrevocable. El tiempo es quien supone esa amenaza, pero no de un modo activo, con ese deseo y elevación de plegarias al cielo (o al infierno, o a ambos), sino un devenir que subyace a todo lo vivo y lo supera. El tiempo es el mayor homicida de la historia, que se lo pregunten si no a los habitantes del siglo XV, o del XVI. No podrán responder porque a todos los superó el tiempo, esa maza marmórea que nos aplasta como a gusanos ínfimos.
Este hombre del traje de Versace intenta estratagemas para evadirse del continuo discurrir del tiempo y de su vida. La principal ha sido la de tornarse solipsista y esperar que ni siquiera el tiempo le afecte, que discurra para el resto, pero no para él, que se comportará como un sistema físico cerrado y dedicará un corte de mangas a la termodinámica y a esos físicos prepotentes que hablan de sistemas abiertos y procesos no reversibles. Pero es consciente de que esta estratagema es tan sólo una ilusión, que el Homicida avanza con paso implacable. Inmarcesible.
Se le ve andar cabizbajo, camino al bar, moviéndose en las cuatro dimensiones (la cuarta entra en juego gracias a la memoria), meditando....

me doblegará el tiempo y entonces no seré ya sino recuerdo, polvo, no sólo en el ataúd, sino en la pátina ligera que cubra los objetos domésticos que apenas haya usado, seré entonces los restos de mí esparcidos en páginas garrapateadas y en libros apenas surcados por un lápiz. Seré muchas cosas, pero sobre todo no seré, seré nada, nada diré, diré silencio, un silencio que no será angustioso, sino el silencio final, el sueño más profundo, el paso decisivo, la ventana abierta a lo eterno. No pensaré en ti entonces. Entretanto, tampoco te amaré, ni evocaré uno solo de nuestros fortuitos encuentros o de esos otros, deliberados, anhelados, reprimidos también, postergados. ¿De qué habrá valido la pena todo?¿Para qué amarte?¿Dónde quedarán las caricias y los besos y los te amo en la mesa de un café olvidado al que nunca volvimos? No soy más que un dromomaníaco ignaro de lo verdaderamente esencial. ¿Hay acaso algún motivo que no me incite a perderme en la desidia, a saberme carne mortal, perecedera, finita? Sólo, a veces, en raptos de una elipsis de mi vesania, el presente es capaz de ahogar esta desasosegante idea de traición a todo que supone la muerte. Es sólo entonces cuando me arrojo al verismo y la vida me vuelve a plantear los interrogantes malditos, los malditos interrogantes, ¿imaginarte o tocarte? Te imagino y te creo, te retoco, te recreo, te olvido, te reencuentro y altero tus facciones en un instante, como en un diorama, tantas veces como lo piden mis irresponsables preguntas. Pero, por otro lado yo, como máquina natural, sujeto a imperativos fisiológicos atávicos, generador de eructos y borborigmos y otros sonoros artificios corporales, ¿cómo no despreciar esa parte no leal a mí, que desarrolla su propia existencia ajena a la mía, pero que me obliga, como cadenas infames, a desear tocarte antes que imaginarte, a desear la vida en la vida y no en la muerte, a pesar de ver la vida como lampo, insignificante presencia en un fluir continuo donde no significo nada?

El hombre que viste traje de Versace sabe que el tiempo es invencible salvo catástrofe universal aunque aun así le llevaría a él por delante. Nacemos para morir, piensa, pero mientras...y se acerca a esa mujer rubia, de ojos verdes, que le mira insistentemente al otro lado de la barra, junto a la que logrará detener el tiempo durante unos instantes (los que duran una mirada, un silencio cómodo, un orgasmo), o será tan sólo una ilusión que el Homicida le permite para hacer más llevadero su transcurrir hacia el fin.
P.G.V.

miércoles, noviembre 14, 2007

Hoy


Hoy debería decirte tantas cosas, pero sin embargo dudo.

Dudo en decirte que ya no sufro por ti, por tu culpa.
Culpa, la culpa me enganchó como una droga, el sentimiento de haber sido injusta.
Injusta, la vida fue muy injusta conmigo, que me ancló a tu pecho desangelado, a la concordia triste de tus pasos.
Pasos, pasos por la vereda del tiempo que malgasté, sobreviviendo a tu lado, mi dulce condena al principio, entropía sin piedad al final.

Final. Siento que llega el final de mis sentimientos para contigo. Pasé del dolor al odio y creo que, por fin, a la indiferencia absoluta, ¿sabes?

¿Sabes acaso algo de mí? ¿Alguna vez te preocupó lo más mínimo mis tormentas, mis fueros, mi alma?

Alma, eso debe ser lo único que queda de ti ahora. Siempre fuiste todo alma. Pero alma tuya, egoísta, cínica, calculadora, vanidosa, de una inteligencia simplista, ramplona, con el no siempre en los labios.

Labios, labios azules como último recuerdo tuyo, como telón de fondo, como bis mortal.

Mortal fue el salto hacia atrás, el desengaño y mi respuesta definitiva.

Definitiva son mis resoluciones, las cuales siempre pinto de color dulce, sinestésica soy hasta la tumba.

Tumba fría, tumba amada que contemplo hoy desde mis viejos pero agradecidos párpados. Tu tumba. Por fin.

Por fin me libré de ti. Y nadie sospecha nada. Por fin has desaparecido hoy.


Cayetano Gea Martín

martes, noviembre 13, 2007

6.La venganza.

Un señor se separó de una señora de una forma un tanto desaforada. Las palabras pronunciadas por el hombre en tal trance, y que no conviene repetir aquí para no despertar remembranzas que puedan permanecer en la memoria de algún lector desengañado recientemente, se refirieron a la visible mediocridad de la relación que compartían, aparte de ciertos calificativos, evitados con escrupuloso esmero por el señor durante meses, dirigidos al aspecto físico de la señora, que los acogió con honda sorpresa y odio creciente hacia el señor. Este, tras la prolongada sarta de duras palabras, se retiró a un piso alejado del que compartía con la señora, pensando en recuperar el tiempo perdido y comenzar de nuevo. El primer día que salió de allí creyó ver a la señora en el metro. Fue tan sólo un instante pero lo creyó de veras. Después se convenció de que no era ella (dos lunares situados en su mejilla izquierda lo corroboraron). El día siguiente, al volver a casa, creyó verla de nuevo, en un coche que pasó junto a él. Creyó ver su cabellera rubia y los pendientes de aro dorados que siempre llevaba, pero unas gafas oscuras sobre su rostro le convencieron de que todo era una ilusión. A partir de entonces la vio en el supermercado, en un partido de fútbol, en la biblioteca, en un bar que solía frecuentar, en un parque repleto de niños y perros, en un bosque a cincuenta kilómetros de la ciudad, y en todos aquellos lugares que frecuentase con cierta asiduidad. Nunca era ella pero se le parecía. Siempre había algún detalle, el color de ojos, algunas mechas en su cabellera rubia, unos pendientes diferentes, una ropa poco usual, que no correspondía con lo que de ella recordaba. Siempre la veía de un modo fugaz, pero ese instante era suficiente para crear en él un desasosiego que no lograba calmar. Se sucedieron días y meses y con ellos, los encuentros fugaces entre ambos. El señor contó su problema a algunos de sus amigos, y la mayoría de ellos le respondió que cuando algunas mujeres les abandonaron y ellos estaban aún enamorados de ellas creían verlas en todas partes, bajando del autobús, de la mano de otro hombre, sentadas en un banco, charlando con una amiga, para darse cuenta al instante de que no eran ellas sino alguien que se les parecía mucho. Pensó el señor que tal vez no seamos tan diferentes como pensamos y que en realidad nos reducimos a cinco a seis tipos que se repiten sin cesar, con leves modificaciones. Pero lo que atormentaba al señor era pensar que tal vez amase a la mujer, que tal vez su ruptura fue precipitada. Debió meditarla algo más. Siguió viendo a la mujer en cualquier lugar y reprochándose a sí mismo, cada vez con más ahínco, el no haber sabido descubrir esos sentimientos antes. En estas penosas circunstancias el señor decidió hablar con la mujer y pedirle una nueva oportunidad.
La mujer le recibió con gesto serio. El señor le dijo que no podía olvidarla y que su vida era un tomento (y aquí puso especial cuidado) desde que decidió romper con ella. Que la veía en cualquier rincón de la ciudad, que no había pasado un solo día sin que no la viese en algún sitio. Que la amaba. La mujer soltó una risotada y le dijo que ella ya no le amaba, que se fuera por favor, que no quería saber nada de él, que si no podía olvidarla era su problema y que la dejase en paz, que ella ya había rehecho su vida. El señor salió cabizbajo, confundido y lamentando lo que, pensaba, ya no debe lamentarse, es decir, lo que ya se hizo. La mujer se dirigió a su dormitorio y se colocó con esmero una peluca morena y unos pendientes de aro plateados mientras ruega a alguien o tal vez a nadie, que se muera, que se muera.
Nota: relato antiguo con modificaciones.
P.G.V.

jueves, noviembre 08, 2007

Reseñas literarias: Catalinarias - Cicerón


Hace mucho (y Pedro estará de acuerdo conmigo) que no publicamos el comentario de algún libro. Hoy he decidido que quizá es tiempo de volver a esa buena costumbre que perdimos por culpa de la desidia que nos produce (por lo menos en mí) el escribir una crítica literaria. El libro que comento hoy me ha hecho volver al lío.

Desde hace unos cuatro años, Alianza Editorial viene sacando una colección excepcional sobre clásicos griegos y romanos. De forma compulsiva, me compré de una sentada siete, incluido el volumen que nos ocupa, Catilinarias.

Cicerón, cónsul de Roma (63 a.C.) tuvo que hacer frente a un intento de golpe de estado por parte del senador Catilina. Es una época convulsa, los últimos coletazos de la república, poco antes de que César rematara el sistema antiguo del imperio romano. Catilina intentó por tres veces ser cónsul, pero topó siempre con la carismática figura de Cicerón, el paradigma del político con oratoria convincente.

Marco Tulio Cicerón (106-43), natural de Arpino y de familia humilde, fue cónsul de Roma durante un periodo de cinco años. Durante este tiempo, se hizo inmensamente popular por su don de palabras, lo que le hizo salir indemne de numerosos procesos y conflictos en el senado, siendo el más famoso el alzamiento de Catilina.

Lucio Sergio Catilina, de familia acomodada y de Roma, intentó una y otra vez alzarse con el poder, lo que conseguiría Julio César apenas unos años después. Tras un fallido intento de asesinato, Cicerón fue cuando, en medio de una sesión plenaria, atacó frontalmente a Catilina, lo que se conoce como la primera catilinaria, la que comienza con la famosa frase “Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?” (“¿Hasta cuándo vas a estar abusando, Catilina, de nuestra paciencia?”), palabras durísimas jamás pronunciadas antes en el senado. En las tres restantes catilinarias, el asedio de Cicerón continúa imperturbablemente, según avanza la trama política.

El libro posee un lenguaje ameno, visual y preciosista. Lamentablemente, al ser un texto revisado por el propio Cicerón tres años después de los acontecimientos, no se puede saber a ciencia cierta qué de veracidad hay en ellos. Así, Catilina aparece como un ser despreciable, el parangón de la maldad y la corrupción; mientras que el propio autor se dibuja como alguien virtuoso, culto y de bondad extrema.

Lo más destacado de Cicerón es que, gracias a él, el latín adquirió una profundidad léxica que no poseía hasta entonces, culturizando el idioma y haciendo que no solamente valiera para hablar, si no para cualquier tipo de pensamiento, por abstracto que fuera, equiparándose al griego. Ese ha sido el gran legado de Cicerón: convertir el latín en lo que es (o era), e indirectamente pues, a nuestro propio idioma.
Cayetano Gea Martín

miércoles, noviembre 07, 2007

Kainus



No es menor el deseo, nunca disminuye, es una mentira piadosa, como el caos de los verbos y de los genitivos, la cadencia eterna del desconsuelo que se filtra por tu salmiakki, el rumor de verde bosque de esta agua eternas, en las cuales siempre acabo buceando, y hundiéndome en ellas, con la satisfacción del deber incumplido; mientras me voy sumergiendo cada vez más profundamente, en el cenagal rotundo de este silencio finlandés.






Cayetano Gea Martín

lunes, noviembre 05, 2007

Semanario

Los lunes con cara de nido vacío de noviembre,
Y los martes frescos como eyaculaciones matinales de agosto,
Conforman una marejada de resacas viejas pero hermosas
Un suerte de candor de miércoles verde
Un ascenso de tus aguas perdidas hasta el centro de tu alma
En el crescendo triste de los viernes solitarios de koskenkorva
Cuando el timón, en forma de colgador de puerta,
De anticristo con pantalones cortos jugando al pádel,
Navega con la confianza que da la inferioridad por tu domingo
Domine, domine, domun, dominus, domini, domine canis
Sudando el sábado que arrastra eses y des como si no le costara esfuerzo
Y siempre estás ahí, tan mansa y tan comedida de comedias
En medio, en medio de todo y en medio del medio
Como el jueves

Cayetano Gea Martín

viernes, noviembre 02, 2007

5.Deseo desde el Averno.

Apelando a una actitud agnóstica, y teniendo en cuenta que hemos dado cabida a un posible deseo de muerte proferido por el mismo Dios, sería injusto no consignar en estas mismas páginas y, con especial intención, en páginas enfrentadas a las anteriormente citadas, el deseo de muerte que proferirá el Diablo contra este señor que viste traje de Versace y unos extraordinarios Martinelli de piel recién estrenados. Para emprender esta disgresión es preciso, por tanto, salvar los obstáculos de la razón y el empirismo y dejarse llevar por una fe, acaso literaria, acaso sentimental, acaso religiosa, si es que las tres no son la misma, que nos permita entendernos en un mismo espacio de pensamiento. Quedarán a un lado pues las motivaciones de Dios para crear al Diablo o la probable (no olvidemos que estas no son más que especulaciones) identificación del Uno con el Otro.
Tratar de inmiscuirse en los motivos del Diablo para con Dios y sus criaturas acaso sea excesiva pretensión, si queremos dar por terminada alguna vez esta novela. Se ha propuesto la envidia como motor principal de la inquina del Diablo, pero las fuentes son de dudosa validez. Más bien obviemos los motivos y atengámonos a los hechos, que de seguro nos proveerán de una más lúcida exposición.
El Diablo se atiene a su definición clásica de señor del Mal por excelencia, con esa m mayúscula que desbarata toda posibilidad de identificar tal predisposición del Diablo con cualquier chiquillería o desatino cometido en un instante de enojo. Él representa la esencia de todo lo negativo, moralmente hablando (¿podrían los números negativos optar a tal dignidad?). Esa es su principal ocupación, implícita en su cargo, y a ella se encomienda con tesón sin igual, por lo que Dios ha decidido mantenerle en el cargo durante algunos siglos más.
El Diablo no puede matar. Esa es la única regla que Dios le ha impuesto. El golpe de gracia corresponde únicamente a Dios. Pero él Diablo puede tramar tantas ideas como su imaginación le permita para conducir a los mortales hacia su muerte. Hay estrategias que a lo largo de la historia no han fallado, como inyectar el virus del ateísmo, las creencias en falsos dioses, las revoluciones políticas, las guerras de todo tipo o la simple caída accidental. En otros casos ha refinado las técnicas y se ha ayudado de las nuevas tecnologías que han aparecido de la mano del hombre, y así han surgido los accidentes automovilísticos, las electrocuciones, los barbitúricos, la caída de edificios colosales, y tantos otros...
El Diablo se afana en su trabajo como cualquier otro lo haría en el suyo. No cobra sueldo alguno por ello pero ese no es problema alguno para un ser que no tiene necesidades fisiológicas y cuyo pensamiento, motivaciones y sentimientos son independientes de un sistema nervioso. Su único pago por su ardua labor se realiza en almas que volverán a habitar cuerpos en el Infierno, para deleite de sátiros, masoquistas y otras gentes de extrañas preferencias.
El Diablo desea que todo hombre muera porque sabe que casi con certeza todos irán con él. Muy pocos son los afortunados que quedan a la Diestra del Otro, entre jarras de hidromiel y huríes danzarinas. Desde su omnipotencia contempla a aquel hombre del que nos hemos venido ocupando. Sin duda estará con él algún día pero, precisa algún tiempo más de vida para afianzar las perversiones que pueda cometer el sujeto y asegurarse así, sin duda, un boleto directo a las cueva 203 del infierno, planta 5. Por tanto, el deseo de muerte del Diablo, es un sí pero no, un quiero y no puedo, un aquí te espero, pero espera tú un tiempo, que nos veremos las caras y ya sabrás de mí, pero no temas, que yo no tengo culpa de nada, que el que me creó fue otro, al que deberías pedir cuentas alguna vez.
P.G.V.

miércoles, octubre 31, 2007

Uno de tres

De los tres, siempre fue el más hábil, el más diestro, pero se le recriminaría siempre el hecho de ser el distinto, el otro, el guapo, el fuerte, el joven y el que la tenía más grande y gorda de ellos.
Sus dos compañeros de trabajo nunca le aceptaron como ser humano, digno de respeto. Para él, todo el trabajo duro. Para ellos, la gloria en forma de gratuitos vasos de leche y copas de coñac.
Pero a él no le importaba: se sabía el preferido de los niños, el ojito derecho de los tímidos y de las adolescentes que comenzaban a soñar con horizontes de ébano.
Lo que más le jodía, lo que realmente le indignaba era el ultraje que suponía el ver indignas copias suyas en cada pueblo. ¿Es que no hay negros suficientes como para tener que tiznarle la cara al concejal de turno?
La condena de llamarse Baltasar, pensaba.
Cayetano Gea Martín

jueves, octubre 25, 2007

La despedida


-Hola, ¿puedo pasar? -Claro,- dijo él franqueándole la puerta. Maribel cruzó veloz, al ritmo constante de sus caderas embutidas en los vaqueros, rumbo a poniente, hacia la esquina más discreta del salón, donde se sentó, con sus lindas manos entrelazadas, formando una perpendicular con sus largas piernas. La superficie blanca y tersa de las pantorrillas se encontraba cubierta con el vello rubio tan propio de ella como sus ojos azules de envidiable herencia materna. Sin embargo, y a pesar de estar más que acostumbrado a la visión de Maribel, todas aquellas peculiaridades físicas y estéticas le provocaron a Fidel en el estómago una extraña sensación de entropía gástrica, de abandono sistémico, de lejanía. Se encontraba en el puerto, en el viejo puerto del pueblo de su niñez, viendo a la persona que más quería en el mundo subirse a un barco que se alejaría, poco a poco, de su orilla.

-Bueno, ¿qué tal estás? -Bien-, respondió él, sin demasiadas ganas de hablar, de comunicarse. No hubiera sabido tampoco a ciencia cierta qué decir, cómo encarar las cosas en aquella situación horrible, fea y viscosa. Rememoraba años ha, cuando todo parecía nuevo, que él era el primero que descubría las maravillas y las miserias de la vida. Conoció el amor y el dolor, sobre todo este último, y siempre le dio mucho miedo. Además, descubrió que el dolor nunca desaparecía, comprobó con desilusión infinita que por muy viejo que te hagas o que tus hábitos te vuelvan, el dolor siempre estará ahí, para recordarte que estás vivo y que, a lo mejor, quién sabe, estarías mejor muerto.

-Me enteré de lo de Carlos... lo lamento profundamente. -Gracias-, contestó él, cuya mente se encontraba en cualquier parte, en todas partes, sobrevolando cual Dios omnipresente sobre los demás, pobres mortales, incluso sobre el feo y gris hospital donde el mejor amigo de Fidel reposaba en paz, en un coma del cual podría ser que no saliera jamás. La vida puede ser tan cojonuda, pensó con amargura. Qué bien, yupi, saltemos de alegría, cantemos al Señor, olé. Si tuviera más valor, pensó, si tuviera las pelotas necesarias para hacerlo, le ponía fin a todo esto.

Oh, pero no, pensó, en vez de eso, prefiero quedarme en esta casa oscura, deprimente, demasiado grande y fría, como un laberinto sin puertas ni paredes, un laberinto como una pista de hielo, desolador; demasiado fácil me resulta aquí llorarle a la soledad, dedicarle versos oscuros desde esta atalaya destemplada y triste, perdido en ella, como un perro solo en medio de un parque de un barrio de una ciudad de un país extraño.

Y además, viejo amigo, continuó pensando, tendrás que aguantarte las lágrimas que a buen seguro querrán escapar de tus cansados ojos en cuanto ella comience a decir lo que ha venido a decir. Un nido de ratas se pondrán de acuerdo para empezar a roer tus tripas dentro de seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero.

-He venido, -comenzó Maribel, -a despedirme. Lamento que no sea ni el mejor momento ni las mejores circunstancias para ello. Pero, sinceramente, no creo que nunca lo sean, papá.


Cayetano Gea Martín

miércoles, octubre 24, 2007

4.El (fatal) deseo divino.


Apartemos las consideraciones previas acerca de la existencia de Dios y supongamos por un instante, pues no podemos afirmar rotundamente su inexistencia, que existe y que es rector único de todo lo que ocurre en el universo. Supongamos también que es el causante de la finitud de los hombres, que fue Él quien decidió el momento de la concepción del señor apuesto con traje Versace y será Él quien decida cuándo ha de morir. Supongamos además, lo cual ya es empezar a suponer en exceso (aunque de otro modo no podríamos continuar con este argumento) que el hombre goza de libre albedrío mientras vive en la Tierra y que sus actos apenas se ven condicionados por la existencia de Dios, salvo si el sujeto acepta de forma consciente los condicionantes que tal aceptación religiosa supone. En estas condiciones es lógico pensar, y piensa el señor que ha escrito su primera novela, que habrá un momento en el que Dios desee la muerte de un determinado hombre para concedérsela al instante. Es posible que la determinación de la fecha de nacimiento y fallecimiento acaezca al mismo tiempo, pero esto no exime a Dios de tener un deseo y ejecutarlo. El problema con Dios, piensa este señor, es que apenas hay opciones tras ese deseo, pues hemos de pensar que si Dios desea algo, ese algo no puede ser malo y por tanto no puede haber marcha atrás en su deseo, por lo que el paso lógico ulterior será la afirmación de ese deseo en la realidad. Es posible, sin embargo, que Dios no desee algo, sino que ejecute sin dilación aquello que sea necesario para el Universo. Es posible que Dios no desee, sino que se vea obligado a actuar sin desear, pues de otro modo quedaría un cierto resquicio, un leve instante en el que todo podría cambiar, en el que su voluntad podría flaquear, algo impensable en un Dios omnipotente.
Este deseo de muerte de Dios para el señor apuesto que viste traje de Versace es tan sólo una probabilidad para cuya existencia deberían darse previamente unos supuestos que ya han sido planteados en el párrafo previo. Consignamos por tanto esta posibilidad de deseo de muerte como un deseo de muerte en el convencimiento de que una leve posibilidad entraña siempre más probabilidades, y esto es una perogrullada, que la inexistencia de la posibilidad.

El señor que ha escrito su primera novela plasma aquí un íntimo pensamiento: escrbir es de algún modo imitar a Dios. Sin embargo, este señor se considera, en cierto modo, más clemente que Dios, pues en ningún momento ha deseado la muerte del protagonista de su novela, y el hecho de consignar tan sólo los deseos de muerte que se le han dirigido a lo largo de su vida es un modo de mostrar que aún sigue vivo a pesar de esos deseos. Este señor se considera con el poder suficiente (el cetro es su pluma) como para dar muerte a su protagonista, pero no lo hará, le permitirá una vida eterna, o le dará pie a ella, pues la única oportunidad que su protagonista tendrá de seguir formando parte de la vida será persistir en la memoria de los hombres, a pesar de los deseos de muerte y otras desgracias que se narrarán en capítulos sucesivos.
Por supuesto, el deseo de muerte de Dios es el más temible y tan sólo podrá consignarse en tanto no se haya ejecutado, pues no se conoce aún de nadie que se haya visto librado de tal deseo (pero la esperanza es lo último que se pierde). No sabemos si su deseo ha sido ya emitido o queda aún mucho tiempo para ello. No sabemos si tal deseo va dirigido hacia el señor que ha escrito su primera novela o hacia alguno de sus protagonistas, aunque el señor que ha escrito esta novela ya ha sentenciado a alguno de ellos sintiéndose un Dios extremadamente cruel, pues sabe que al otro lado del papel no hay sino un frío y eterno espacio en blanco.
P.G.V.

domingo, octubre 21, 2007

3.Desde la distancia.

El caso es excepcional debido a que el fantasma que nos ocupa y que no hace más de tres meses se encontraba preso en el cuerpo de un varón de setenta y tres años ha contado con una valoración favorable de sus evaluadores y no ha sido condenado, como suele ocurrir en la mayor parte de los sujetos evaluados, a vagar por toda la eternidad en su domicilio familiar, en el que cohabitó con su esposa durante cincuenta y dos años y del que no guarda en absoluto malos recuerdos. No tiene pues la obligación de asustar hasta el infarto a tres personas para deshacerse de penitencia alguna, por lo que ha quedado a su elección tal tarea. El fantasma que nos ocupa no está interesado, sin embargo, en esa inquina natural que dedican los fantasmas a aquellos que están encerrados en un cuerpo. Su decisión ha sido la de permanecer en su domicilio, pero por motivos de índole muy diferente de las expuestas hasta ahora. Este fantasma presenta una excepcional característica que le diferencia, con mucho, del resto de fantasmas: no guarda rencor a nadie, ni fue asesinado en extrañas circunstancias, tampoco sacrificó niños baptistas haciéndose pasar por un chamán, ni recurrió a la magia negra u otros artificios esotéricos. Tal vez el problema de este fantasma es que aún ama a su mujer y desea tenerla cerca aunque ella no advierta su presencia. Él se queda mirándola (si se puede decir que un fantasma mira, o se mueve, o besa) mientras ella realiza las tareas de la casa, un tanto abstraída en otros pensamientos que nada tienen que ver con la actividad que en esos momentos la ocupa. Ella mira sin cesar las fotografías del cuerpo que habitó el fantasma y llora durante horas sosteniéndolo entre sus manos. Él desea ayudar a la que fue su esposa pero se ve impedido para hacerlo. Tampoco cree que cuando ella muera ambos puedan volver a estar juntos. A cada alma le resta una eternidad en absoluta soledad. Por eso, el fantasma que nos ocupa decide engañarse a sí mismo y estudia con minuciosidad, como si nunca antes la hubiese visto, a su mujer. La estudia mientras duerme, mientras cocina, mientras acude al supermercado para realizar la compra semanal. El fantasma estudia todos sus movimientos y aprende a anticiparse a ellos y, mientras, se ve a sí mismo junto a ella, tumbado junto a su cuerpo, sus piernas enrolladas entre las de ella, mientras duerme; se ve besándola mientras ella observa su fotografía; se ve sonriéndola desde el otro extremo del pasillo del hipermercado señalándole algún producto que deben comprar. Desde fuera, todo aquello podría verse como La invención de Morel, pero sólo nosotros sabemos que es al revés y que es el fantasma el que se cree real, el que quiere ser real, y comienza ya a sentirse real, y tan sorprendentemente eficaz es su engaño que ya casi puede sentir el cuerpo de su esposa junto al suyo, o sus labios, o la humedad de sus lágrimas depositadas en su dedo índice, que las recoge con toda la ternura que un fantasma puede mostrar por su esposa viva.
Todo esto sucede seis días a la semana, porque uno de ellos la señora se encuentra con un apuesto señor vestido con un elegante traje Versace y unos Martinelli de excelente aspecto y comparte con él alguno momentos de sexo y caricias, días en los que el fantasma, consciente de que nada puede hacer, se retira a un rincón y repite sin cesar, ojalá se muera. Unos días el deseo es para él; otros, para ella, por motivos simples y bien diferenciados.
Nota: publicado previamente, con ligeras modificaciones.

P.G.V.

jueves, octubre 18, 2007

Tres edades


Mi infancia fue un trotar en lomos de la imaginación
Una caricia materna de rostro moreno
Los pasos perdidos y la ilusión de lo nuevo
De un mundo por estrenar, inmaculado
El navegante que acaba de zarpar
El primer beso para el hombre
Y la primera caricia de la mujer

Mi adolescencia era un lamento de comedón
Una angustia vital de negra alma
Los pasos empezados, el terror de lo desconocido
De este mundo gris, inalcanzable
La continuidad en los parques
El primer polvo del hombre
El primer orgasmo de la mujer

Mi juventud es un estigma bienamado
Una falsa sensación de seguridad
Los pasos hallados, el camino aparentemente libre
De esta senda incierta que ha dejado de importar
La tranquilidad de las transiciones
El esperma continuo del hombre
La mujer por el mero hecho de ser mujer

Cayetano Gea Martín

martes, octubre 16, 2007

Discurso


Acostumbrados a yacer entre la mierda, el simple hecho de poder probar algo nuevo, un sueño, una esperanza, os parece casi deleznable, troncos. Sois hijos del ruido, hermanos del Apocalipsis y cuñados de lo cutre.
No hay solución para el que espera, salvo dejar de hacerlo, claro está, pero es tan obvio que no merece la pena comentarlo siquiera, ¿verdad? ¿Por qué entonces os empeñáis en creer en paraísos artificiales, en tomar vuestra dosis diaria de soma para vencer los miedos y aplacar las furias? Quizás es que no deberían ser aplacadas. Quizá necesitan que las dejéis surgir y que os rodeéis con sus cantos de sirena proletaria.

Pero, oye, que ante el orgullo del tercer mundo se encuentra el del primero, el de las clases medias insostenibles que sois, en esta cuenta atrás hacia la destrucción de la Madre Tierra. Porque ¿cuánto más os pensáis que vais a aguantar? Sois una quimera de días contados, y no me creéis, maldita sea.

En fin, que sois libres, claro, y que nadie os toque vuestro albedrío, ¿no? Claro que no es cierto, lo sabéis o lo sospecháis. En el fondo de vuestras podridas almas os sentís como los indios a los que compraron la isla de Manhattan por un dólar, ¿eh? Estafados habéis nacido, pero tranquilos, que a dos pasos de vosotros se encuentra el abismo de vuestras propias tumbas, donde podréis conocer la verdad: que no hay Dios, pringaos, que os han vuelto a engañar.

Joder, si es que parece que os gusta: os habéis tirado toda la vida currando como gilipollas, almacenando libros, películas y discos; y hasta os permitís ideologías, ja, pero de socialismo utópico, eso sí, no me jodas con nada más rebelde, que aquí la diatriba es votar a los de aquí o a los de allá, que no hay más opciones, no se descuajaringue todo el tinglado y no quepamos en la foto. Democracia y esas cosas, ya sabe usted de lo que le hablo. Poder pal pueblo y todo eso.

Pero es que el pueblo ha delegado en mí, ¡qué bien!
Cayetano Gea Martín

lunes, octubre 15, 2007

Nosotros mismos

¿Quién os ha dicho que queremos ser como vosotros?
¿Quién?
¿Acaso nosotros mismos?
¿Seremos nuestros peores enemigos?
En esta era de las utopías muertas, la voz del pueblo tiene pólipos en la garganta.

Cayetano Gea Martín

sábado, octubre 13, 2007

Disfrutando a Jarry.

Cuenta Marcel Schwob en Vidas imaginarias que Petronio decidió vivir, junto al esclavo Siro, las aventuras que había escrito y a partir de entonces dejó de escribir.
Jarry supo compaginar ambas ocupaciones, vivir y escribir o escribir y vivir (¿cuál es la primera, acaso son ocupaciones diferentes?). Leyendo estos días la estupenda Antología del humor negro de André Breton, me topé con esta, para mí, hilarante descripción de las costumbres de Jarry (el vividor):
Como él mismo ha dicho: Redon-“aquel que es un misterio” o Lautrec- “aquel que anuncia”, debería decirse: Jarry, aquel que revólver. “Es una gran alegría de...propietario escribe a Mademoiselle Rachilde el año de su muerte, poder disparar un revólver en el propio dormitorio”. Una noche que acompañado de Guillaume Apollinaire asiste a una representación del circo Bostock, aterroriza a sus vecinos a quienes pretende convencer de sus hazañas como domador agitando un revólver. “Jarry, explica Apollinaire, no me ocultó la satisfacción que había sentido asustando a los filisteos y, revólver en mano, subió a la imperial del ómnibus que debía llevarle a Saint-Germain-des-Prés. Desde lo alto, para decirme adiós, seguía agitando su juguete”. En otra ocasión, en un jardín, se divierte descorchando el champagne a tiros de revólver. Algunas balas se pierden más allá de la cerca, provocando la irrupción de una dama cuyos hijos jugaban en el jardín vecino. “Figúrese que llega a darles” “¡Bueno! Dice Jarry, no se preocupe, señora, le haríamos otros”. Otro día en una cena dispara contra el escultor Manolo, culpable, afirma, de haberle hecho proposiciones deshonestas y, dirigiéndose a los amigos que se lo llevan: “¿Verdad que era bonito como literatura?...Pero, he olvidado pagar las consumiciones”. Armado de dos revólveres más un bastón cargado de plomo, con un gorro de piel y pantuflas, se dirigirá todas las noches, hacia el fin de su vida, a casa del doctor Saltas (el mismo a quien, al preguntarle la víspera de su muerte qué podía darle mayor satisfacción, pidió un monadientes).

Más sobre Jarry en:
Wikipedia.
Faustroll site.

martes, octubre 09, 2007

Fratis


-¿Da usted su permiso, padre?
-Ah, sí, hijo mío. Entra, por favor. Y ten la amabilidad de cerrar la puerta detrás de ti. Eso es. Muchas gracias.

-De nada, padre.
-Bueno ¿Qué tal todo? ¿Cómo te va entre nosotros?

-La verdad es que no me puedo quejar, padre. Todos los hermanos han sido de lo más amable y cariñosos conmigo.

-Vamos, vamos. Habrá algo que no te guste. ¿Acaso no echas de menos el mundo exterior, con sus ruidos y sus tentaciones?

-Bueno... Supongo que algo sí... Pero más que nada añoro el poder sentir la luz del sol sobre mi rostro, o pasear al aire libre.

-Ah... Es normal, no te preocupes en demasía por ello. La clausura siempre es algo difícil de sobrellevar al principio, hermano.

-Pero no es que no me guste el encierro, entiéndame, padre. Amo y respeto la vida monacal, su sencillez perfecta, completa. Los rituales crean una paz en mi ser como nunca pensé que podría llegar a alcanzar.
-¿Y qué es lo que más te gusta de nuestra estancia con nosotros?

-Oh, padre, ¡todo! Adoro el estar sentado en mi escritorio, afanándome en la lectura de los manuscritos, o bien dibujando y escribiendo yo el mío propio. Las horas de las comidas son de lo más distendidas. ¡Qué humor tan tierno poseen los hermanos! Uno se siente bien, que forma parte de algo más grande que uno mismo, algo que conecta directamente con Él. Mi vida posee ahora trascendencia y significado. Me siento feliz, completo. Por primera vez.

-¡Oh, hermano! ¡Cómo se alegra mi alma al oírte hablar con tanta sinceridad y convicción sobre tus sentimientos! Pero debo hacerte una pregunta más, lamentablemente... ¿Tienes tentaciones de... incumplir tu voto de castidad?
-No, padre. Debo admitir que los primeros días añoré a las mujeres impías y concupiscentes que arrastran con su lujuria demoníaca a los incautos hacia las llamas del infierno. Pero ya no. Eso quedó atrás de manera sorprendentemente fácil, cuando fue sustituido por un amor eterno hacia mis semejantes, hacia el Señor y hacia su obra. Donde antes hubo pasión, ahora hay piedad. Donde hubo lujuria, ahora hay iluminación.

-Entonces, hermano, ¡ponte de pie y responde al juramento que te convertirá en uno de los nuestros de pleno derecho!

-De voluntad propia y con mi corazón levantado espero sus preguntas, padre.

-¿Rechazas, pues, a Satanás y sus tentaciones de lujuria y de deseos carnales?

-Sí, oh, padre. Abjuro de Belcebú y de todas sus malas artes. Y que sea condenado al fuego eterno si alguna vez falto a mi palabra.
-¿Aceptas en tu corazón a Dios nuestro Señor, único y verdadero creador del universo?

-Acepto con alegría, padre, a Dios en mi alma mortal.

-¿Aceptas sus colores?

-Acepto el azul y el blanco que Él me brinda.

-¿Aceptas vivir de ahora y para siempre entre nosotros, tus hermanos, tus únicos semejantes en todo el orbe?

-Acepto por voluntad propia. Con amor fraternal abrazo a mis fratis.

-Firma, pues, hermano. Y que tu sangre sobre el papel sea como una saeta de fuego que ilumine tu rostro con la pureza de Dios.

-Firmo, padre.

-Ya está, entonces. Ya eres uno de nosotros de pleno derecho. ¡Alabado sea el Señor!

-¡Alabado sea!

-¡Bien hallado entre nosotros seas!

-Gracias eternas, padre.

-Por favor, puedes apearme del tratamiento. Ahora tú, yo y el resto de tus compañeros somos todos iguales. Ya no eres ni serás nunca más un simple becario. Ahora eres... ¡analista!

-¡Sí, oh, Señor, sí!

-¡Bienvenido al BBVA, hermano!

-¡Gloria eterna a las finanzas corporativas!

-¡Amén!


Cayetano Gea Martín, desde el BBVA de Alcalá 16

viernes, octubre 05, 2007

2.El cambio

Un señor que pierde cada mañana más de una hora en acicalarse y de la cual invierte treinta minutos en observarse frente al espejo, se levanta una mañana y al exponerse ante él descubre que ya no es el mismo que se acostó la noche anterior. Algo que en principio le llena de espanto pero a lo que pronto se acostumbrará. Lo primero de todo será descubrir en quién se ha convertido, si es otro señor que ya existe y con el cual ha intercambiado su alma o si se trata de un cuerpo nuevo en el que ejercitar su alma. Este señor se encuentra más cómodo en su nuevo cuerpo, que le parece hecho a la medida de sus necesidades y aspiraciones. Se observa con cuidado de no perder detalle de su nuevo chasis. Se aproxima al espejo y se aleja, da media vuelta y se mira por encima del hombro. No hay duda, este señor se siente mucho más cómodo en este cuerpo nuevo. Pero su alegría comienza a verse enturbiada cuando piensa que ya no podrá acudir al trabajo porque nadie le reconocerá, todos verán en él a un extraño. Su alegría termina por difuminarse cuando recuerda que la mujer a la que ama tampoco le reconocerá y que le tomará por un pretendiente que se toma demasiadas libertades con ella. Podría, sin embargo, tratar de hacer ver a los demás que él es él y no lo que hay fuera. Podría mostrar una serie de señas y recuerdos que sólo él guarda conjuntamente con otras personas. A la mujer a la que ama podría recordarle el beso en el café de la esquina o el viaje a Roma y a los compañeros de trabajo el problema con la empresa alemana o el apaño en las cuentas del año anterior. Pero le atemoriza pensar que sólo vean en él a un impostor que trata de suplantar al verdadero señor, que probablemente esté de vacaciones o tenga algún problema familiar. Se dirige hacia el armario y descubre un traje que no es suyo (y unos excelentes Martinelli de piel), pero que le viene perfecto a este nuevo cuerpo en el que se ha incorporado. En el bolsillo interior de la chaqueta hay una tarjeta en la que figura un nombre y apellidos de un señor al que no conoce y el nombre de una empresa que tampoco conoce. Comprende este señor que se encuentra en el cuerpo de un ejecutivo y que, probablemente ese mismo señor se encuentre en su antiguo cuerpo, un cuerpo de secretario. La sonrisa que en principio mostró este señor al contemplarse en el espejo ha desaparecido ya por completo y ahora sus pensamientos se orientan tan sólo a la misión de regresar a su antiguo estado, al del cuerpo enclenque y torpe, pero su cuerpo a fin de cuentas, sin el que ahora no comprende la vida. No le será posible enfrentarse a ella. Al salir a la calle, indeciso, temeroso por si se cruza con alguien que pueda reconocerle por su aspecto externo (sería harto más sorprendente que lo hicieran por el interno), percibe decenas de miradas sobre él, sobre todo de mujeres que parecen insinuarse a través de sus ojos, sus caderas y sus labios. En un café cercano a su oficina toma un café mientras lee la prensa. Una mujer se acerca a él y le pide fuego. Ella sostiene un cigarrillo entre sus dedos índice y medio mientras él busca, con gesto torpe y apresurado, en los bolsillos de la chaqueta. Tiende hacia ella una mano temblorosa que ofrece un mechero de plata con una iniciales grabadas. Ella le pregunta si puede sentarse en la mesa. Él accede. La mujer es hermosa. Conversación intrascendente en la que él se imbuye poco a poco. Se dirigen a un hotel. Comienza de nuevo a creer en su suerte y en la imposibilidad de que el universo esté regido por el azar. Hay algo más, piensa. No es azar la compañía de esta mujer que se desnuda lentamente, que le desnuda lentamente. No es azar el beso en la boca y en el pecho, ni la caricia en el vientre que se sumerge a territorios más cálidos. No es azar tampoco que se dirija hacia una mesa donde dejó su bolso y coja unas esposas y le encadene a la cama y le deje allí tirado, no sin antes soltarle una arenga feminista y resentida. No es azar que él no crea en el azar. No es azar que le desee la muerte al que estuvo antes en este cuerpo de un apuesto señor.
P.G.V.

jueves, octubre 04, 2007

La historia y su maldita esfericidad.

No ha mucho que por estos lares, desconocidos para el lector y que no será este erudito el que su santo y seña desvelare, aconteció que un hombre de esos que llaman ratones de biblioteca leyó sin saltar una coma y durante dos años seguidos cierta obra cervantina de renombre universal, sin parar en mientes que tal hazaña donárale una pérdida absoluta de la cordura y un celebro seco como pasa, que todo fue uno y al mismo tiempo. Este caballero al que todos llamaban Alfonso Quiñónez o Quiñonas, que de eso no podemos confirmar su veracidad, era oriundo de Alcalá de Henares, cuna del insigne escritor. Vivía en un estrecho piso, con poco más que un mendrugo de pan candeal y unas habas, todo rociado, eso sí con un vino que bebía a chorro de un cuero que guardaba desde tiempos inmemoriales. Este tal Alfonso Quiñónez, de tanto que leyó la obra cervantina quedose convencido de ser escritor de renombre universal y comenzose a llamar Jorge Luis Cortázar. Tan convencido estaba de esa su nueva identidad que Jorge Luis Cortázar escrebió libros de imposible factura intitulados El aleph en el ojo del axolotl o Rayuelas en caminos que se bifurcan. No tardaron los viles críticos en allanar su obra hasta reducilla a la altura del mismo suelo, recebiendo el pobre Jorge Luis Cortázar toda suerte de vilipendios y mala prensa por sus cuentos. Sintiose agraviado, encomendose a su amada enemiga Lucía Echevarría y dirigiose raudo a entablar debates literarios en buena lid con sus crueles enemigos los críticos de Lengua Larga. Vencioles en el árido terreno televisivo pero trújole esta victoria la desgracia de no publicar jamás nueva obra. Falleció entre los suyos, habiendo recibido los santos sacramentos y no sin antes despreciar la literatura por inmoral y ficticia. Tanto como mi muerte, dicen que suspiró, antes de expirar.
P.G.V.
PD: Y mañana, amigos y amigas, una nueva entrega de la novela por entregas.

martes, octubre 02, 2007

El escritor y sus fantasmas

Caía ya la noche cuando José decidió levantarse de su escritorio para picar algo. Siempre pasaba lo mismo cuando se ponía a escribir: perdía la noción del tiempo. Las horas se apresuraban a desaparecer una detrás de la otra a golpe de palabras escritas. Y cada gesto, cada interpretación de la realidad, se veía volcada sobre las resmas de papel en blanco. Nunca le tuvo miedo a enfrentarse al vacío: Sencillamente, comenzaba a escribir con mano firme, sin saber casi nunca qué era sobre lo que iba a escribir.
Era la elegancia del gesto lo que más le atraía, el orden casi monacal que desprendía su rutina de escritor, la posición de los objetos que desfilaban en orden concreto y exacto por su escritorio. Nada desentonaba en aquella atmósfera de paz y sosiego. El tiempo se convertía en una quimera, detenido, laxo, incapaz de frenar su mano, salvo cuando las obvias y humanas necesidades fisiológicas aparecían. Y así, soltando la bella pluma estilográfica que su padre le regaló por su vigésimo cumpleaños, salió del estudio. Bajo la luz de la lámpara de mesa, la inscripción grabada en la cabeza de oro de la pluma refulgía letras de fuego, “Para mi primogénito José, con todo el amor del mundo, de parte de su padre”.
Llegó a la cocina y abrió la nevera para descubrir, como siempre, que se encontraba poco provista. Él, famoso explorador de refrigeradores, se sintió tentado de aparcar temporalmente el relato largo que estaba escribiendo y componer una oda a aquel espacio frío, vacío y blanco que le iluminaba la cara. Sacó de la nevera una lata a medias de maíz natural y el cartón de leche. Ésta no parecía haberse agriado aún, así que se sirvió un buen vaso y decidió que no merecía la pena ensuciar un plato o un tenedor, volcando el contenido de la lata de maíz directamente sobre su boca. Aliviado así parcial y rápidamente su apetito, se encaminó de nuevo hacia el estudio.
El fantasma de su padre estaba sentado encima del escritorio, como solía hacer cuando su primogénito abandonaba la estancia.
-Papá, -dijo él algo enfadado y hastiado de aquella situación, la cual llevaba repitiéndose ya demasiado tiempo.- Papá, levanta, por favor, quiero seguir escribiendo.
-Ah, hola, hijo, no te había oído. Eres silencioso como un...
-¿Como un fantasma?
-¡Exactamente!- El rostro del espíritu que antaño fuera su padre sonreía.- ¡Exactamente! Siempre dije que habías heredado la agudeza e inteligencia de tu difunta madre, que en paz descanse.
-Ella descansa en paz, papá,- replicó José. -Ella descansa en paz y no se aparece ante mí como haces tú. O al menos, no con tanta frecuencia,- dijo, algo dubitativo, acordándose de aquella noche en la que le pareció ver el fantasma de su madre en el salón, hojeando el manual de puericultura que no pudo terminar en vida.
-Ya te dije que no me paseo por gusto, hijo,- comentó su padre algo ofendido. -Creo que tiene que ver todo con las muertes que se producen con violencia,- dijo, señalándose con un índice translúcido el agujero de bala que atravesaba limpiamente su cabeza.
-Curiosa teoría,- concedió él.
-Aunque hay que reconocer que lo hiciste bien, desde luego,- sonrió con sincera admiración su padre. -Nadie ha sospechado aún de ti, y supongo que el testimonio de un muerto no debe contar mucho en juicio, ¿no? Buen trabajo, hijo.
-Gracias, padre.
-De nada, de nada. Un hijo debe ser independiente de sus padres, ¿y qué mejor manera de conseguirlo que mediante el parricidio?
-La emancipación puede adquirir muchas formas, supongo,- aventuró el joven escritor.
-Claro que tu madre y yo también teníamos planes...- Suspiró su padre.
-Obviamente. Aún erais razonablemente jóvenes.
-No, no; me refiero a planes... contra ti. Hacía mucho tiempo que no podíamos disfrutar de nuestras respectivas vidas, o de progresar como pareja. Tu presencia enturbiaba nuestra relación, me temo.
-Oh,- dijo José.
-¿Sabes lo más curioso de ser un espectro?,- preguntó retóricamente su padre, con un destello de vida en sus muertos ojos.
-No, padre, no lo sé.
-Que todo eso que sale en las películas es mentira. Sobre todo lo de que los muertos no podemos manejar objetos...
Y agarrando la hermosa pluma estilográfica, saltó de la mesa con velocidad sobrenatural en dirección a su hijo. La punta de oro de la pluma, con el grabado que su padre le dedicó en ella, parecía apuntar peligrosamente a la garganta de José.
Cayetano Gea Martín

viernes, septiembre 28, 2007

1.La espera.

Una señora adinerada y hermosa aún a pesar de contar con algunos años más de lo que podría denominarse sin temor a equívoco la madurez, bebe un vaso de whisky mientras escucha algo de música y espera a un señor que acude a su casa una vez a la semana y con el cual comparte una mínima charla y muchos abrazos y caricias. Lo cierto es que esta señora ya no precisa verse embarcada en una ilusión amorosa o engaño similar. Disfruta de lo que este señor le ofrece aún a sabiendas de que lo único que persigue es la herencia que de ella podría obtener. En el fondo, piensa esta señora, el trato no es del todo injusto, teniendo en cuenta que ambos salen beneficiados de la situación. Mientras ella, que ya ha renunciado al amor y las ilusiones pasajeras, se conforma con un día a la semana de cierto lúbrico placer, él obtendrá en el futuro unos bienes que ella, aunque quisiera, no podría disfrutar siendo ya cenizas, o fantasma o materia inorgánica en continua transformación.
Aunque no desea embarcarse en ilusión alguna lo cierto es que esta señora está ilusionada esperando que llegue el apuesto señor, al que conoció con motivo de una fiesta que se celebró en honor de su difunto marido. El señor apuesto, que vestía traje de Versace impoluto y calzaba unos excelentes Martinelli de piel, se presentó como el director ejecutivo de la empresa que en su día dirigió su marido, de la que esta señora es en la actualidad la accionista mayoritaria y en la que no interviene en decisión alguna. La señora, mientras bebe el whisky cómodamente recostada en un extensísimo sillón de cuero negro, procede a ejercitar la memoria e intenta recordar cada uno de los encuentros con el señor apuesto. Debe reconocer que no recuerda todos ellos y, de los que recuerda, apenas quedan algunos detalles en su memoria. Se da cuenta con horror de que no recuerda el rostro de ese hombre que la visita cada semana y de que tal vez tenga que visitar a un especialista, a pesar de que su natural resistencia a ello le anime a lo contrario. Sin embargo, trata de tranquilizarse, en cierto modo el no recordar su cara es un apremio para volver a verlo, ya que de ese modo puede experimentar de nuevo la sensación de volverlo a ver por primera vez, de repasar sus gestos con minuciosidad y hacerlos suyos una vez más. Es como si muriese con cada despedida, como si ella desease esa muerte para seguir aferrada a la necesidad de descubrir su rostro en cada nuevo encuentro. Su gesto se contrae en una mueca que no podría afirmarse si es de dolor o de alegría porque la señora cree reconocer un atisbo de ilusión en lo que hasta ese momento ella pensaba que era mero pasar el tiempo, mero vivir, mero envejecer. Apoya el vaso de whisky sobre una mesa de cristal y decide moderar el flujo de sus pensamientos pues pronto, se dice a sí misma, se verá pensando en el futuro, cuando se ha prometido encomendarse al carpe diem y que el tiempo transcurra como un flujo continuo, sin necesidad de colocar en él esperanzas o remembranzas que la hagan saltar de un lado a otro hacia eventos inexistentes por pasados o por futuros.
La señora espera con paciencia al señor apuesto. Se dirige en un par de ocasiones al espejo que hay en un rincón del salón y allí se coloca el cabello por encima del hombro, con un gesto que deja entrever tristeza y añoranza, a pesar de su deseo de vivir el presente como único tiempo posible. En la cama, el futuro. La doncella ha colocado las sábanas por la mañana y la señora que espera ha encendido seis velas que desprenden un aroma a vainilla que disimulará, en parte, el olor de los cigarrillos que él fumará tras el simulacro amoroso.
La señora espera, mientras piensa que siempre espera. Y mientras tanto, espera.

P.G.V.

miércoles, septiembre 26, 2007

Un señor que (me) mira


Hay un señor que me mira, que me mira y me remira; lo tengo delante mío, no, perdón, delante de mí, siempre olvido eso, aunque mi padre me lo recordara una y otra vez. Ya debería saberlo yo, ¿no? dado mi temario de estudio.

La gente mira mucho en esta ciudad, debe ser una especie de deporte nacional, de pulsión (buena palabreja) irracional. La gente mira, como mira este señor. Este señor de bigote y esmoquin, como sacado de un daguerrotipo de finales del siglo XIX, o de un sketch de Monty Python.

El señor que me mira no dice nada, solamente me mira como si no fuera con él, como si mirase la pared del fondo de este sucio bar de esta Babilonia moderna.

La historia de cómo llegué aquí, proveniente de un pueblecito de Galicia, lo cual hace que me llamen gallega por partida doble, no tiene nada que ver con esto que escribo, aunque esa era mi intención inicial, cuando me senté en el rincón más discreto del local a escribir.

Pero me distrajo, me distrae, los ojos de ese señor con pinta de bohemio cincuentón. Esto no es como mi pueblo, debo tener cuidado, cuidado. Aquí hay mucha gente, y seguro que no toda es de fiar. ¿Quién me asegura a mí que este señor no es alguien con malas intenciones? Un pervertido, quizá, un maduro caballero porteño que gusta de filtrear con inocentes jovencitas estudiantes de literatura.

Debería esconder el libro de Bioy Casares, está demasiado a la vista y puede dar lugar a malentendidos, como que voy de intelectual pero que en el fondo estoy buscando algo más. Lo guardo, lo guardo.

Me está poniendo nerviosa, caralho, tanto silencio y tanta miradita. ¿Qué querrá? ¿Qué demonios querrá?

Oh, parece que se levanta. No deja de mirarme, pero se levanta. Oh, se acerca, se está acercando a mí. Lo tengo justo a mi lado. Su mirada inquisidora parece desnudar mi espíritu, arrancar de mi corazón los secretos más profundos. Abre la boca, se dispone a hablar.

-Disculpe, señorita, ¿podría dejar de mirarme de esa manera?



Cayetano Gea Martín